Un post sobre Andrés Montes tres días después de su muerte puede parecer que llega un poco a destiempo, y probablemente lo sea… pero qué coño, esto no es la agencia EFE.
El sábado mi queridísimo familiar Fernando Algaba (y si no somos familia, nos lo inventamos) nos hizo partícipes a unos cuantos amiguetes de un texto en el que comparte las verdaderas razones por las cuales Montes era tan grande. No tiene nada que ver con las pajaritas, el ratatatata, o el Ricky Business. Eso es un escaparate que, sin fondo, estaría vacío. Mejor que lo explique él.
Desde luego, he elegido el peor viernes del año para no salir. Quedarse un viernes en casa y además recibir la noticia de la muerte de Andrés Montes es una combinación tan macabra como desafortunada. Montes era un personaje para el que caben mil elogios vacuos, repletos de las frases que le hicieron famoso y con un guiño cómico, estúpidamente despreocupado, que ensalce todo lo que nos divertimos con él, lo que nos hizo reír y los "buenos momentos" que nos hizo pasar con sus retransmisiones. Y sin embargo, había tanto entre esa calva y esa pajarita...
Había un tropel de epítetos casi homéricos para todos los deportistas que él profundamente admiraba; había en él esa tendencia innata a celebrar lo heroico, a maravillarse, a dejar que el deporte y la vida le sorprendieran aun después de tantos años; amaba llegar a un estadio y ser consciente de que dentro de las líneas de juego, cualquier cosa podía pasar, y esa inquietud, esa seguridad de que ante lo impensable nunca se puede estar preparado, le llenaba de alegría y le hacía abominar todo atentado contra la imaginación; vivía cada partido como un niño que ve por primera vez fuegos artificiales, recibiendo un nuevo fogonazo de ilusión cuando aún no había asimilado el anterior.
Había en él un instinto casi bufo por divertir a todos los que estuvieran en ese momento a su lado, y eso, cuando tenía un micrófono en la mano, significaba millones de personas; había en él un amor al disfrute de la vida como lo ha habido en pocos personajes públicos: "en la vida hay que enamorarse", decía, y con ello entendía no sólo enamorarse de una persona, sino de esa cosa que hacíamos en cada momento. No estar enamorado de la vida era pecado mortal para Montes.
Así que Andrés, aunque ahora nos dejes bastante solos en el Calabazas Club, gracias por enseñarnos que todos los jugones sonríen igual. Descansa en paz.
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